Capitulo «ARQUITECTURA BRUTA» del libro «CONSTRUCTORES PRODIGIOSOS» De BERNARD RUDOFSKY

Arquitectura bruta

En la década de 1920, en ese momento de respiro entre las dos guerras que cambiaron definitivamente el aspecto de la civilización occidental, la mayoría de los placeres de la vida estaban aún al alcance de la mano. En Parás, entonces centro del mundo y fuente de savoir vivere, el ritmo imperante no era el de las máquinas sino el del hombre. El trabajo parecía soportable, y el ocio aún no estaba mecanizado.

Las familias de clase media o las parejas podían disfrutas días gloriosos en los aún bucólicos alrededores de la ciudad.

Más aún: podían alcanzarlos en tranvía, es seguro, económico y sociable medio de comunicación hoy extinto o moribundo. A poca distancia  de los bulevares abundaban en los campos, los castillos, con sus correspondientes parques y bosques, y los pueblos pequeños capaces de absorber verdaderas multitudes en vacaciones. Uno de los más originales de éstos fue Robinson, a ocho millas de París, donde la gente iba a comer en los árboles.

La primera taberna fue auspiciosamente inaugurada en 1848. Se llamaba ”A Robinson”, aludiendo a la inmortal historia del hombre urbano enfrentado a la naturaleza, y fue tal su éxito que pronto aparecieron imitadores y el pueblo mismo adoptó el nombre. Los aireados restaurantes de Robinson no guardaban sorpresas desagradables, gracias al clima, benévolo, la buena cocina raza de los meseros franceses, capaces de servir comida de ocho platos en la rama de un castaño sin derramar una gota de sopa. “Después de restaurar  sus energías entre cielo y tierra”, dice una guía, “luego de una danza al aire libre, juedo de boule o de tonneau o un rato de hamaca, las alegres parejas se dispersan por el campo en mula o caballo.”

Hoy en día, cuando la mortandad en las carreteras es una de las características reconocidas del domingo, los entretenimientos de antaño resultan deliciosamente arcaicos o algo sospechosos. Los exóticos restaurantes de Robinson aún funcionan, pero, como la misma guía señala tristemente, sus placeres se han industrializado. Sin embargo, el hecho de que el comer como ardillas sobre un árbol haya deleitado a tantas generaciones de parisienses es tan ajeno a nuestra mentalidad que requiere una explicación.

En conjunto, los franceses nunca han merecido fama de excéntricos. Más bien tienden a exagerar la corrección, y nada más lejano a su mentalidad de mezclar algo tan serio como la comida con farsas y diversiones. Desde luego, cualquiera en sus cinco sentidos prefiere como al aire libre que en cuarto cerrado y maloliente pero el clásico déjeuner sur l’herbe o pic-nic, debería ser suficiente. De hecho, el ir de pic-nic ya sea como lo haría cualquier campesino o más formalmente con alfombras y cojines para sentarse, o por qué no, con sillas plegables, aún no ha perdido todo su encanto. La ocurrencia de comer sobre los árboles es desusada, por no decir subversiva.

Siempre ha habido individuos o sociedades residentes en los árboles; éstos forman un techo natural. Además, siempre ha habido animales viviendo en los árboles, ejemplo que no debe haber pasado desapercibido. El bardo y hechicero galés Merlín, héroe de romances del ciclo de Arturo, vivían en el tronco de un añoso roble con un lobo como compañero. Del mismo modo, el boabad africano, cuyo tronco alcanza a diez metros de diámetro, proporciona un refugio espacioso una vez ahuecado. Pero ese tipo de contacto con la naturaleza ha atraído a los pueblos meridionales.

“Los fenni (los actuales lapones) viven en una barbarie asombrosa”, se lee en la Germania de Tácito: “no tienen casas fijas, ni sus niños tienen otra protección contra la lluvia y los animales salvajes que unas cuantas ramas entrelazadas.” Es posible que los antiguos romanos apreciaran la poesía bucólica griega, pero sus casas las querían sólidas.

El Li-chi, libro ritual chino, afirma que en la antigüedad, antes de saber hacer fuego, “los reyes no tenían casas. En invierno vivían en cavernas excavadas, y en verano en nidos construidos por ellos”. Los árboles donde habitaban eran unas verdaderas mansiones y precarios palacios. Los aborígenes de Tasmania se han extinguido, pero cuando James Crook los visitó, vivían en los árboles “como faunos y sátiros”.

Y antes de Cook, sir Walter Raleigh habla de un “excelente pueblo”, los tinitinas, que “viven en los árboles, donde construyen muy ingeniosas aldeas y ciudades”.

Una cosa es reflexionar sobre los espíritus silvestres y otra muy diferente es convencernos que algo tan espinoso como un bosque pueda contribuir substancialmente a la comodidad de cuerpo y alma. Sin embargo, hubo épocas en que la gente veía maravillada un árbol joven, cuando el follaje se entretejía solemnemente en la cuna de un recién nacido, o como alusión al bosquecillo de un templo al aire libre.

Innumerables, festividades tradicionales continúan hoy rituales originalmente integrantes del culto a los árboles. Sociedades salvajes y civilizadas por igual reverencia árboles y jardines, algunos de los cuales se encontraban permanente o temporalmente habitados por dioses o criaturas similares a dioses. Nos cuentan los estudiosos que el primer templo fue un árbol; la imagen de algún dios se alojaba en un árbol hueco o se protege bajo el techo de un árbol. Aún después de la creencia en dioses, este uso no se perdió inmediatamente; de hecho, los árboles son aún más honrados por la Iglesia. En países católicos de Europa y Sud América, donde la religión oficial no ha sofocado por completo el culto a la Naturaleza la gente toma, quizá inconscientemente, un compromiso de lealtad al clavar sobre los árboles retratos de Dios o los santos. Entonces la miel de lo divino, una substancia transferible, corre como savia por el árbol escogido.

En Dodona del Epiro, sede del más antiguo de los oráculos griegos, Zeus habitaba el tronco de un roble, y el susurro de sus hojas al paso del viento era la voz del dios. En Arabia había árboles que se aconsejaban como médicos a los enfermos que dormían a su pie. Los patriarcas de Israel también tenían sus árboles y bosques sagrados, y al contrapartida del roble de Zeus podría ser en encinar de Mamré, donde Abraham habló de Yahveh (Gén, 18). De ahí la reverencia de los verdaderos religiosos por los árboles. Hasta hoy muchos hombres se persignan o de algún modo aluden a un orden divino antes de cortar un árbol.

El bosque sagrado no era un sustituto de empleo: era el templo, con los árboles por columnas y el firmamento por techo. La palabra templum significa sección, distrito, camp visual en la tierra o en el cielo; por extensión, trozo de tierra dedicado a un dios, recinto sagrado. La mayoría de los recintos sagrados, iglesias, mezquitas o templos, aún evoca un origen vegetal. Lo que llamamos templo es una realidad la estilización de un bosque, y la proliferación de las columnas imita la proliferación de los árboles. Desdichadamente la sensualidad del follaje ha sido reemplazada por la rigidez de la piedra, y el sentimiento místico de espacio por la precisión matemática. No sorprende que las columnas de los templos hayan terminado por ser el peor clisé arquitectónico.

Muy aparte de sus connotaciones simbólicas, los árboles son de los domicilios naturales que más invitan        por no decir de los más poéticos        . El vivir arriba, en un entrelazamiento arbóreo, y mecerse suavemente con la brisa, el sol filtrándose a través de un dosel de hojas, atrae a infinidad de criaturas, incluyendo a algunos grupos humanos menos inhibidos.

Las casas familiares arbóreas son cosa corriente en las zonas tropicales de África y Oceanía. Su cultura –algunos de ellos se alzan 40 metros sobre el suelo- se debe menos al deseo de sus habitantes de tener una vista de pájaro del mundo a sus pies, que a la necesidad de protección de las fieras y vecinos hostiles. Aún algunos insectos pueden ser causa de esto.

En el delta del Orinoco, por ejemplo, donde las nubes de mosquitos constituyen sus casas –simples plataformas con hamacas por todo mobiliario- en lo alto de bosquecillos de palmeras sobre terrenos perpetuamente incendiados donde los mosquitos no pueden llegar.

El hombre urbano hace tiempo que abandonó los sueños bucólicos. No así el niño del género seudoarbóreo que, con su inclinación a las aventuras duendescas, anhela una casa en un árbol donde goza secretamente, como un animal.

Cuando su ruego por un escondite cae en oídos sordos, se vuelve milagrosamente autosuficiente para construir, sino una casa, si una guarida tambaleante en las ramas de algún árbol del jardín, en el cual esconderse con un dulce o un trozo de comida. Quizás sea aún el mono en él lo que le impulsa a escalar el árbol. O quizá comparte la añoranza de las dríadas por un refugio silvestre. ¿Es demasiado jalado de los cabellos el atribuir este deseo a un instinto atávico? ¿Puede ser que sin saberlo nosotros, no hemos perdido totalmente la memoria de nuestro hábitat arbóreo?

En algunas encrucijadas de la prehistoria, mientras los humanos habitantes de los árboles optaron por descender a la tierra, los antropoides permanecieron en las alturas. Como los habitantes del delta del Orinoco, construyen una plataforma en los árboles, nunca a menos de siete metros de distancia del suelo, y a veces a cuatro o cinco veces más. Un individuo particularmente amante de la comodidad puede llegar al extremo de torcer ramas para crearse un techo vivo, pero en general la arquitectura simiesca es elemental, con excepción del caso del aye-aye nocturno. Este lémur, particularmente social, según nos dice. A. H. Schultz (The Life of Primates), “se construye un nido globular muy elevado con terrones que corta y lleva a alguna elevada horqueta. Los nidos son completamente techados, tienen una pequeña entrada lateral y el suelo cubierto de hojas, y en ellos cabe un solo adulto.”

Aunque los monos parecen satisfechos con viviendas simples, se permiten un lujo que ni nuestra publicidad sueña.

El chimpancé, hedonista confirmado, nunca duerme dos veces en la misma cama; el soltero menos exigente se construye una nueva cada día. En otras palabras: abrazaron la fe en el perpetuo cambio y el derroche ostentoso mucho antes que el hombre industrial las convirtiese en su biblia.

Esta extravagancia nocturna de los simios es notable, pero además ocurre que se hacen otro nido para el día. Evidentemente, han resuelto problemas que nuestra conciencia nos impide contemplar siquiera. Como corresponde a una especie de tendencias filosóficas, los monos dedican alrededor de dos horas diarias a las siete, esa venerable institución odiosa para quienes creen que el tiempo es oro. Aunque si las horas de trabajo siguen disminuyendo y los entretenimientos mecánicos volviéndose cada vez más aburridos, es posible que terminen por aceptarla.

Los hombres hablan de “hacerse la cama”, pero el chimpancé literalmente se la hace desde cero cada día, incansablemente, Lo hace tan bien que no le lleva más de cinco minutos, y siempre a la primera tentativa. O casi: se han visto monos desesperados ante ramas particularmente difíciles. Constructor nato, no necesita mayor guía de sus padres. “En la selva”, se escribe Irven DeVore “Primate Behavior), “el pequeño tiene oportunidad de observar la construcción de nidos, y pequeños que aún duermen con su madre a veces construyen niditos durante el día, como una especie de juego.” Hasta el mono cautivo, aunque haya sido separado de su madre al nacer, lejos de su hábitat nativo, en un ambiente extraño y falto de materiales de construcción adecuados, intenta hacerse  su nido. Aislado en un suelo hostil, se construye un refugio simbólico con lo que encuentre, utilizando el material en la construcción de un círculo a su alrededor y, si se le acaba, limitándose al círculo. “Luego”, afirma Wolfgang Koehler, dedicado observdor de los monos, “se sienta feliz en su magro círculo, sin tocarlo del todo y si no supiéramos que es un rudimentario nido, pensaríamos que el animal ha hecho un diseño geométrico por un gusto”. Avebury y otros ejemplos por el estilo podrían ser la respuesta humana al círculo del chimpancé.

Pero la vida productiva del mono es corta: al envejecer se agota su creatividad, sea  por el síndrome de jubilación o por una prematura comprensión de la futilidad del arte. Sin embargo, deberíamos interesarnos más por los refinamientos de la arquitectura y la ingeniería animales, no para imitarlos, sino para preservar nuestra humanidad.

En conjunto, tenemos más que aprender de los animales que ellos de nosotros. El hombre es incapaz de construir una herramienta o una sin experiencia previa, mientras que la mayoría de los animales tiene un sentido innato de la construcción. Como observó Darwin, el castor construye presas, el pájaro, nidos y la araña, telas al primer intento.

Y aunque la tela y el nido son efímeros, la presa no lo es.

La obra de los castores es capaz  de desafiar las inclemencias del tiempo por miles de años, cosa que rara vez sucede con las construcciones humanas, quizá porque los castores están siempre dispuestos a cumplir tareas de supervisión y reparación, lo que no sucede con el hombre. Otro hecho notable es que tales presas distan mucho de ser una necesidad vital. Todo lo que necesitan son orillas de ríos o estanques naturales para sus cuevas. Por lo tanto, como señala un admirador profesional del castor americano, lo que le da una cualidad casi humana es “que haya pasado voluntariamente, por medio de represas y estanques de su propia construcción, de un modo de vida natural a otro artificial”.

En otras palabras, ese celo constructor que excede a sus necesidades es un rasgo humano.

Muchos animales tienen un extraño talento para la ingeniería; no sólo han inventado toda clase de ingeniosísimos muros y techos, sino que a veces han saltado nuestras engorrosas técnicas tradicionales, adoptando directamente métodos  de construcción más modernos y sofisticados, como en el caso de las termitas. A diferencia de los hombres, la mayoría de los animales tiene una clara idea de lo que es un buen refugio. Es posible que sólo utilicen el cerebro. “Ninguna verdad me parece más evidente”. Declaraba Hume, “que la de que las bestias están dotadas de pensamiento y razón”. Como los instintos se pierden en la domesticación,

El hombre, es el mamífero superdomesticado, no tiene más despacio que una mezcla de pensamiento emocional, suerte buena o mala lo que llamó su experiencia. Sus cinco sentidos no lo ayudan mucho. Su nariz, ya inútil, es prácticamente ornamental. No oye el silbato en que llama al perro, carece del sistema que guía al murciélago en las tinieblas y la agudeza visual que permite al Ave de presa descubrir a su víctima, carece del conocimiento técnico innato del animal.

Desde luego los animales trabajan en condiciones envidiables. Sin burocracia ni mezquinos intereses, con un incalculable caudal de práctica a su disposición, a menudo alcanzar la perfección simplemente siguiendo su instinto. En general, sus viviendas se adaptan a sus necesidades, hacer inmejorables. Las conchas de algunos moluscos, por ejemplo, superan a las construcciones más perfectas del hombre. Quienes han tenido una educación articulada, con sus enseñanzas de geometría y matemáticas trascendentales, admiran a un las casas de los amonitas, cefalópodos que se extinguieron a finales del cretácico. Los amonitas,  sorprendentemente, construyen su concha en torno al eje de una espiral logarítmica. No esperaron Naiper (1550-1617) inventara los logaritmos. Es posible que tuviera una computadora integrada al sistema digestivo. Estructura molecular, ecuaciones y teoremas, relación entre tensión y resistencia todo esto parece haber sido transparente para ellos. Otro ejemplo del diseño avanzado es el panal. En El origen de las especies, Darwin afirma: “Debe ser un tonto el hombre capaz de examinar la exquisita estructura de un panal, tan bellamente adaptada a su finalidad, sin admiración entusiasta. Los matemáticos nos dicen que las abejas han resuelto en forma práctica un abstruso problema, y han hecho sus celdillas de la forma adecuada para contener de la preciosa la máxima cantidad de miel con el mínimo consumo posible de la preciosa será en su construcción.” ¡Ojalá nuestros arquitectos fueran igualmente sensatos!

En justicia, debemos reconocer que los animales le llevan ventaja al hombre desde el principio. Algunos eran ya avezados constructores en épocas remotas y más las Termitas por ejemplo llevan en eso más de 300 millones de años. Comparado con ellas el hombre es advenedizo, aunque tan presuntuoso año qué no vacila en comparar todo con sus propias obras: “Nadie imaginaría que no son obras del hombre”, escribe el científico belga Dr. Deneux Sobre los complicadísimo termitaros africanos, “parecen montículos o túmulos con los muros interiores en forma de columnatas en espiral, con el complejo sistema de paisajes paralelos, interconectados, y todo tan regular como si fuera hecho a máquina.”

¡A máquina! Seguramente, las Termitas no tomarían como un cumplido. Pocas construcciones humanas son de su gusto y aún esas, sólo como alimento. ¿Puede alguien imaginar a una termita diciendo que las construcciones de André Bloc en Meudon “parecen obras de termitas”? pero no, en todo caso, las admirables improvisaciones de Bloc se parecen a las construcciones de la formica ruta, la hormiga roja.

Las construcciones de las termitas son notables en varios aspectos. A diferencia de nosotros, las Termitas no necesitan herramientas: la mandíbula superior le sirven de paleta y las antenas de medida. Además, los constructores son ciegos. Hay músicos ciegos, pero nadie ha conocido nunca a un albañil o un carpintero capaz de trabajar a oscuras. Y las casas de las termitas son mucho más duraderas que las nuestras. Por ejemplo, un montículo cerca de Salisburu, Rhodesia, sometido a las más cuidadosas pruebas, resultó tener más de 700 años de antigüedad. y no le entraba la pica fue preciso dinamitarlo para construir un camino.

Para Henry Smeathman, padre de la termitología, tales montículos eran “la primera de las maravillas de la creación”. Otro admirador, P. E. Howse, nos recuerda que “impresionaban de tal modo a los biólogos en los siglos XVIII y XIX que admitían sin discusión que sus constructores debían ser seres sumamente inteligentes y su sociedad comparable en casi todos los aspectos a la humana”. Las estructuras góticas de las termitas son modelos del tipo de arquitectura que hoy enloquece a los más avanzados. Sumamente elevadas -por lo menos para las termitas- son cajas herméticas para una humanidad muy comprimida. Un solo montículo puede alojar hasta tres millones de termitas. Pero, a diferencia de nosotros, las termitas son ardientes defensoras del bien común. Han practicado el socialismo -bajo una reina- desde mucho antes que el hombre lo imaginara en teoría. Se distinguen por su conducta social, que es más de lo que puede decirse de la raza humana. “Dentro de los límites marcados por la capacidad de la especie”, escribe un naturalista, “todo parece encaminado al bien de la comunidad, y sólo el mínimo necesario al bienestar del individuo”.

Por temperamento y por educación las termitas tienden a excederse en sus realizaciones. Con su talento para el gigantismo, organizan construcciones de dimensiones extraordinarias. Elevan un andamiaje qué sirve a la vez de esqueletos y lo convierten en edificio sólido rellenando los huecos. Los termitarios de una especie australiana, Nasuthermes triodiac, alcanzan los 9 metros de altura. Admirados naturalistas han señalado que, si fueran del tamaño del hombre, sus mayores construcciones tendrían 4 veces la altura del Empire State y 5 millas de diámetro. Es decir que, proporcionalmente, las construcciones de las termitas superan a las de los hombres. Y aunque no puede decirse que sean estilizadas, para observadores imaginativos a veces evocan castillos en ruinas o catedrales fantasmagóricas. Para los más sobrios, su más Notable característica es la total ausencia de aberturas, que las hacen parecerse a los museos y tiendas sin ventanas de hoy. Ignoramos si las residencias por responden a necesidades reales de los insectos o a las órdenes de la reina. “Las sociedades de insectos probablemente tienen algún lenguaje”, conjeturaba Henri Bergson el lenguaje permite la comunidad de acción.

En realidad, los que nos impone respeto no es tanto el tamaño como la impecable organización técnica del termitario. Para asegurar la salud y el bienestar de sus millones de habitantes, este es mantenido a una temperatura invariable todo el año mediante la instalación de cientos de ductos de ventilación que llegan a los rincones más alejados, mientras hierbas y desechos en fermentación producen calor sin humo. Las celdillas, salones y corredores se mantienen escrupulosamente limpios y se reparan constantemente. Los restos, incluso fúnebres, no representa ningún problema: en lugar de enterrar a sus muertos, las termitas se los comen, mecanismo de indudable eficacia. Todo exceso de población se convierte en alimento Maeterlinck, que escribió una detallada descripción de la vida de las termitas, consideraba que su civilización “en nada es inferior a la que estamos alcanzando hoy”. Sostuvo además que era la primera de las la más curiosa, la más compleja, la más inteligente y, en cierto sentido, la más lógica y adecuada a las necesidades de la existencia que tengamos conocimiento en este planeta.

También en otros aspectos no superan las termitas para evitar los embotellamientos, hace mucho que inventaron las calles de un solo sentido. Reuniendo la producción de alimentos con la de espacio habitable construyen casas comestibles, cosa que a nivel humano sólo Hansel y Gretel han conocido. En los años de abundancia, se alimentan de árboles y construcciones de madera; en años de escasez, consumen las paredes de un montículo, hechas principalmente de materia fecal, en un magnífico ejemplo de reciclaje. Es indudable que la gran salud y longevidad de las Termitas se debe a su dieta de celulosa, completada ocasionalmente por hojas y hongos. Los protozoarios que tienen en los intestinos les permiten digerir el alimento. Tal vez algún día nuestros estómago se adapten a una dieta de madera, y en lugar de hacer polvo con un bulldozer las casas viejas sólo tengamos que cortarlas en trocitos.

Puesto que nuestros alimentos tradicionales se vuelven cada vez más escasos, bien Podemos imaginar un banquete familiar en el que el pavo asado se ha reemplazado por un tronco bien sazonado. Todo lo que se necesitaría es obligar a nuestras enzimas a modificar ligeramente la química de nuestro aparato digestivo. Maeterlinck Posiblemente pensaba en algo así cuando escribió que las termitas son “heraldos, quizá precursores, de nuestro destino”.

Si las termitas presagian una humanidad homogenizada los pájaros representan el individualismo incorregible. Sus nidos, que son obras maestras de comprensión, probablemente no atravesaron diversas etapas de evolución sino que surgieron muy temprano en su forma definitiva.

Para quienes hemos tenido la suerte de estar en contacto con la naturaleza en la infancia, la palabra “nido” evoca una frágil ropa hecha de ramita, hoja y pluma entretejidas. “La herramienta del pájaro escribe el historiador Jules Michelet “es un propio cuerpo, es decir el pecho con el cual presiona y estira sus materiales hasta hacerlos perfectamente flexibles, y adecuados al plan general”. Clásico receptáculo de huevos y pichones, el nido simboliza amor y ternura “un bouquet de feuilles qui chante”.

(Los naturalistas no utilizaban conceptos tan poéticos: hablan de nidos de reptiles y serpientes, y se refieren tranquilamente al civil de un gorila de 200 kilos como “nido”. aún que el producto del simio no se parece a ninguna vivienda permanente humana, es el equivalente de nuestra casa-dentro-de-la-casa, la cama.)

En los zoológicos, los animales han demostrado su capacidad de vivir en las condiciones más difíciles. El confinamiento Solitario puede aportar su vida y embotar sus sentidos pero no necesariamente les provoca enfermedades. De lo que no sabemos mucho es de las dificultades que los animales escapados de la jaula encuentran para reajustarse a su hábitat natural. O del efecto que puede tener sobre sus hábitos cotidianos la periódica huida del hombre hacia sus campamentos de vacaciones. “En muchos aspectos” señala René Dubos, “el hombre moderno es como un animal salvaje que vive en un zoológico; igual que los animales, recibe buena alimentación y protección contra las inclemencias del tiempo, pero carece de los estímulos naturales esenciales para muchas funciones del cuerpo y de su mente”.

Igual que la humanidad, el mundo animal tiene su cuota de individuos inadaptados. Hay un pajarillo africano, por ejemplo, que se construye un verdadero fortín por nido, ignorando o desdeñando la regla según la cual el nido debe llamar la atención lo menos posible. Aunque no es mayor que el tordo, su nido mide alrededor de 1.80 m de diámetro. Paradójicamente, la entrada es diminuta. El toque psicótico es un techo plano, capaz de soportar el peso de un hombre. ¿Qué temor antediluviano impulsa a ese pajarillo a buscar seguridad dental fortaleza?

El otro extremo en materia de nidos es el de la cigüeña. Abierto a los elementos, precaria o presuntuosamente erigido en la punta de una chimenea o de un campanario, es poco más que un punto de aterrizaje. Su morada sugiere que la cigüeña es un pájaro sumamente equilibrado. Y lo es, desde luego, por lo menos físicamente: es capaz de dormir en una pata, gracias a un mecanismo de la rodilla y a su raro sentido de equilibrio. Una variante patológica de la cigüeña sería el estilita: su residencia, aunque no cierra ningún espacio, debe ser considerada vivienda. El padre de los estilistas, San Simeón, monje sirio, vivía en una plataforma de menos de un metro cuadrado a más de 5 metros de altura. Más tarde la elevó a más de 10 metros y vivió -aparentemente comodo- 37 años en ella.

Dada la enorme variedad de los nidos de los pájaros, no sorprende hallar equivalentes de nuestras casas de departamentos. Los pinzones tejedores de Sudáfrica, por ejemplo, sumamente sociales, quienes realizan sus construcciones en forma comunal. Luego de reunir carradas de hierba Construyen un techo de un árbol, bajo el cual cada pareja instala su propio cubículo forrado de pulmón. Hasta 300 parejas suelen vivir juntas de este modo.

Nosotros hablamos de nidos de amor y conejeras humana, pero, aunque palabras con ratoneras y palomar al pasado al vocabulario militar o náutico, nuestra arquitectura doméstica debe poco al reino animal. (Los filósofos se burlan de nuestra Manía de atribuir cualidades humanas a la construcción de nidos: “entre los pájaros”, ha señalado Bachelard, “el amor es cosa estrictamente extracurricular, y el nido se construye después, una vez terminada la persecución amorosa”.

Si puede atribuirse a las Termitas la invención de las torres, la de la cestería corresponde sin duda a los pájaros tejedores. No es precisamente la forma de sus nidos lo que los distingue de los demás pájaros, aunque algunas son bastante extravagantes, sino del aspecto humano de su trabajo. ¿O deberíamos hablar más bien de la habilidad “de ave” con que los hombres, con 30 millones de años de atraso, construyen con ramas y barro? el hecho es que muchos animales maneja con gran competencia diversas técnicas de construcción, y lo hacen desde antes de que el hombre aprendiera a andar erguido: deberíamos ser menos arrogantes. Es imposible determinar cómo llegaron los pájaros tejero tejedores a su curiosa técnica. Sus nidos no tienen la habitual forma de copa y no, en general, la de retorta o riñón, con la entrada abajo o a un lado. Eso los protege no sólo de la lluvia sino de los mosquitos, cuya picadura les provoca malaria. El macho se encarga de la construcción, mientras la hembra se hace cargo de cubrir el suelo donde pondrá los huevos. “El rasgo más notable es el tejido exterior, de gran flexibilidad y fuerza”, observa el ornitologo John Hurrel Crook; “este tejido es resultado de una técnica de costura sumamente refinada en la que las hierbas son insertadas cubiertas y reinsertados de varios modos”.

Los materiales incluyen cualquier fibra apropiada. Estas son anuladas y entrelazadas tan delicadamente Cómo podrían hacerle 10 dedos, aunque el ave no los tiene. “Con una o ambas patas”, explica Crook, “sostiene la hierba, cuyo extremo… empuja luego al otro lado de la rama, retoma, inserta debajo de la hierba y aprieta, para volver a pasarlo al otro lado de la rama”. Y todo eso lo hace con el pico.

También la velocidad con la que trabaja es asombrosa. La construcción de un nido, inicia a las 8:30 de la mañana (según Crook), pese a la visita de la hembra y el consiguiente intervalo amoroso, está terminada o casi, a las 5:30 de la tarde. Sólo falta el recubrimiento interior, agregado a la mañana siguiente.

¡Y que decir de la astucia del tilonorrinco, deleite y asombro de los ornitólogos! Estos pájaros, originarios de Nueva Guinea y partes de Australia y aún más ostentosos que sus parientes cercanos, las aves del paraíso, extienden su actividad a esferas reservada entre los hombres a decoradores y escenógrafos. Para llevar a cabo su cortejo amoroso construyen una especie de escenario, que adornan con ositos y flores -de preferencia orquídeas, que reemplazan en cuanto empiezan a marchitarse- plumas y semillas de colores, y también, con auténtico instinto de decorador, con objects trouvés cómo conchas, huesos o trozos de vidrio. Dotados de un agudo sentido del color -los machos, azules, prefieren flores y elementos azules, mientras que las hembras, verdes, se escogen adornos verdes- no se detienen en los arreglos florales sino que invaden el reino del arte. “sus ornamentadísimos lugares de reunión, escribe sus estudios J. Gould, “deben ser considerados los máximos ejemplos conocidos de arquitectura de las aves.” mucho antes de que los pintores aprendieran a mezclar pigmentos, los tilonorrincos utilizaban pinturas vegetales para pintar sus enramadas. El pico, cargado de jugo o pulpa de fruta, le sirve de pincel.

La invención de la jaula debe haber sido muy mala noticia para los plumíferos. La jaula no es una casa sino una prisión que refleja nuestra mísera idea de la comodidad. Un recipiente para la comida, otro para el agua, un baño y una hamaca corresponden aproximadamente a nuestro nivel mínimo de subsistencia. Es cierto que los animales domésticos aceptan sin protestas lo que el amor es ofrece. A ninguna vaca se le ha ocurrido nunca construirse un establo y lo mismo sucede con los perros. Ignorantes de las connotaciones desdeñosas de la palabra “perrera”, viven contentos en ella. Pero, imparcialmente observadas, dan lástima. Ningún modelo humano se acerca siquiera al refinamiento de las viviendas construidas por los animales autosuficientes. La observación de la arquitectura animal nos ayuda a entender la irresolución y la continua experimentación del hombre urbano enfrentando a la construcción de un refugio.

La única casa animal construida por el hombre pero presentable es el palomar. Lejos de confinar a las aves, estimula su independencia. Y por su apariencia el palomar merece algo más que un vistazo. Como muchas otras instalaciones, alcanza su mejor nivel en el Oriente. Lo que Nosotros llamamos palomar es una versión muy pobre. Pero antes de entrar a su forma en el detalle debemos decir algo de sus habitantes.

Para comprender la importancia de la paloma en los países meridionales y orientales –en los nórdicos casi no la tienen, aparte de su significación simbólica- es preciso examinar rápidamente su posición en la historia sagrada y profana – del pájaro que recoge migas frente a la catedral a su entronizado residente, el Espíritu Santo- . Siempre es útil informarse sobre los habitantes, sean humanos, animales o divinos.

“¡Que distancia separa a las palomas de los demás pájaros cautivos o domésticos! Cuan distinta es su forma de acción y reproducción, todo su sistema de vida, su mente y sus afectos”,  escribía hace más de un siglo el reverendo Dixon en su libro The Dovecoteand the aviary, “son casi un modelo de virtud cristiana” . Pero también era lo bastante mundano para mencionar sus ocasionales travesuras: “femmes seules que pretendan seguir siéndolo son algo inconcebible en la sociedad colombina”. También el Reallexikon discutió la creencia popular que atribuye a las palomas castidad, pureza y fidelidad, mucho antes de que Konrad Lorenz señalará que las palomas pueden ser muy agresivas. Sin embargo, de Noé a Picasso la paloma es símbolo de la paz. Mucho antes de ser canonizado por la iglesia, era adorada en todo el viejo mundo. En Asiria y Babilonia eran atributos de Ishtar, Diosa del amor y la fertilidad, además de adornar los estandartes del ejército. En Hierapolis, centro del culto de la paloma, una paloma de oro coronaba la cabeza de la gran Diosa de la naturaleza, Atargatis. Palomas adivinadoras anidaban en las ramas de Roble sagrado de Zeus en Dodona, Las Palomas y los palomares abundaban en el templo de Afrodita en Paphos, Chipre. En el Olimpo la paloma era una especie de mascota. Aparece en textos sagrados fenicios, y en la Ka’Ba, sancta sanctorum de la Meca, es ave sagrada. Los asirios y los sirios, igual que los musulmanes de hoy, se abstenían de comerla por su carácter sagrado. Hoy han perdido prestigio: no es casual que muchos países con aspiraciones tengan por emblema al águila.

El cristianismo la absorbió como muchos otros elementos paganos, concediéndole uno de sus máximos puestos como “distinta del Padre y el Hijo, pero consubstacial y equivalente a ellos, y, en su máximo sentido, a Dios” Tertuliano hablo a la iglesia como columbae domus, casa de la paloma.

Las casas de  la paloma profana son otra cosa, particularmente en el Oriente, donde a veces superan en tamaño, y numero a las viviendas humanas. “Hay aquí más palomares que casas”30 escribió Maundrell, que viajo a Tierra Santa en el siglo XVIII, y aun en nuestros días pueden verse verdades ciudades de palomas. En Persia, Turquía y Egipto, hogar por excelencia de las palomas, la arquitectura de palomares una categoría aparte. Aunque las necesidades de las aves son similares en los tres países, las instalaciones varían mucho. En Persia pueden dominar todo un paisaje. De los más de tres mil palomares antaño concentrados en torno a Isfashan, muchos funcionan aun: solidas torres de 15 metros de altura, que el lego suele confundir con fortificaciones, formadas por cilindros concéntricos, el interno más alto y coronado por la torrecilla. Como la construcción y posesión de palomares estaban prohibidas a los cristianos, algunos ansiosos de obtener el privilegio se convirtieron al Islam, con gran pesar del Espíritu Santo.

Y no es que en esos países se coman las palomas: el objetivo de su cría es recoger el excremento que se acumula dentro de las torres, y que constituye un excelente abono.

Tal es la importancia de las palomas para la economía nacional que antaño los reyes cobraban un impuesto sobre el estiércol. (En forma similar, el emperador Vespasiano gravó la recolección de la orina de los ciudadanos romanos, con agudo sentido comercial que le gano perdurables monumentos en las vespasiennes, los mingitorios públicos de Paris.) Pese a su aspecto solido las torres persas son vulnerables, no tanto a los vientos como a tormentas internas; la aparición de una serpiente puede sembrar el pánico entre las palomas, y las vibraciones producidas por su aleteo son capaces de resquebrajar los muros.

La agricultura egipcia también está ligada a la cría de las palomas desde hace alrededor de 5000 años. “Hay quienes llegan a la locura en su manía por las palomas”, escribe Plinio en el capítulo sobre Egipto de su Historia natural: “construyen torres para ellas sobre sus techos y hablan de la casta y de la noble cuna de ciertos pajaros.” Más de mil quinientos años después de Plinio, Paul Lucas (a quien ya encontramos en el capítulo anterior) encontró la misma situación. Casi todas las casas, escribió, tienen encima palomares en forma de torrecillas cuadradas con almenas, pintadas de blanco y rojo.

Igual que en Persia, en Egipto los palomares contrastaban ventajosamente con la arquitectura doméstica. “Al remontar al Valle del Nilo”, escribe un viajero, “los abundantes aplomares que sea ven en las aldeas y en los alrededores de las ciudades son en general los edificios más impresionantes a la vista.” El palomar del príncipe Yusuf Kamal en El Qars alojaba a varios cientos de miles de aves, y cuando estas emprendían el vuelo parecía caer la noche.

Aunque nuestras palomas urbanas no tienen más utilidad que los pececillos dorados, para los agricultores de las zonas semidesérticas del Cercano Oriente son un seguro de vida. Como el estiércol del ganado se emplea como combustible, es el de palomares que fertilizan huertos y jardines. Sir James Richards observo que las aves son un símbolo de estabilidad agrícola: “para un  joven es imposible conseguir esposa si no posee al menos un palomar”.

Pero la apoteosis del palomar se da en la provincia turca de Capadocia. Generaciones de viajeros se han detenido asombrados ante su arquitectura. Y aun hoy es difícil hallarle explicación. Escasean noticias históricas, los campesinos y funcionarios gubernamentales se encogen de hombros. Aunque la industria del turismo ya ha descubierto los palomares capadocios, su relativa inaccesibilidad protege el misterio.

“Vimos palomas que salían volando de las aberturas superiores, a las cuales no parece haber medio de acercarse por el exterior”, escribió cierto Williams J. Hamilton, secretario de la Geological Society, que visito la región alrededor de 1840. Lo que intrigaba, igual que intriga hoy al viajero, es el hecho de que alrededor de esas aberturas la superficie de la roca esta cuidadosamente alisada y decorada en colores, a veces con inscripciones griegas y no es aconsejable intentar verles de cerca, pues la piedra porosa, erosionada por el viento y el agua, se desmorona fácilmente. De vez en cuando se desploman fachadas enteras de más de treinta metros de altura revelando huecos internos con los muros horadados por hilera tras hilera de hoyos regulares que evidentemente son para las palomas. Pero ¿siempre lo han sido? ¿Y quiénes desafiaron el peligro para abrirlos y decorarlos con letras y pinturas? ¿No estaremos ante un cementerio abandonado convertido en palomar?

La etimología aumenta la confusión: Columbaria significa tanto palomar como cementerio de pobres. En la antigüedad como las tumbas eran tan costosas como ahora, se originó la costumbre, que aún subsiste en los países mediterráneos, de disponer de las urnas funerarias en hileras, como frascos en los estantes de una despensa. La cuestión de que si desaparecieron primero los palomares de palomas o los palomares de muertos parecen a la referente al huevo y la gallina.

La otra pregunta-¿Quiénes fueron los primeros habitantes de esas viviendas rupestres: palomas, hombres o ambos a la vez?- halla una especie de respuesta en las Escrituras. Aparentemente, en tiempo bíblico la vida urbana dejaba tanto que desear como ahora, y uno de los remedios eran huir al campo, aconsejado por los profetas: “¡Abandonad las ciudades y avecindaos en el roquedal”, truena Jeremías, “habitantes de Moab! Haced como la paloma, que habita en los flancos de la abertura de las barrancas.” (48:28)

Y no se agotan allí las teorías sobre la función original de esos palomares. Hay quien cree que estuvieron habitados por los mismo trogloditas vocacionales mencionados en la pág. 34 en donde hombre y mujeres vivían con los pájaros como subinquilinos. Hoy las palomas son muy tímidas, pero en tiempos más felices los hombres solían compartir su vivencia con los animales.

La tesis más atrevida atribuye a estas moradas rupestres una triple función: vivienda, palomar  y tumba. Aunque parezca extraño, comederos de piedra han sido hallados en cuartos abandonados a una altura considerable. En cubículos muy elevados se han hallado, dice Hamilton, “pesebres excavados en la roca, que casi parecen tumbas antiguas o receptáculos para urnas o sarcófagos”.

Si son pesebres, hasta ahorita nadie ha explicado que animales comían  en ellos ni como lograban hasta esas vertiginosas alturasy es probalble de que solo hayan servido como sarcófagos. Pero dado a que el contacto directo con la muerte es una constante en la antigua arquitectura domestica, la idea de compartir la vivienda con los difuntos ha sido normal para muchos pueblos.

Además, tumbas y palomas tienen una antigua relación; la paloma aparece en tumbas y sarcófagos como símbolo de la esperanza de resurrección. Despidámonos de las palomas y sus casas con esta nota amable.

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